CRÍTICAS

Crítica sobre "Mayo. La historia dentro de un teatro"
Oíd, mortales

por Gabriel Cabrejas *
11/01/2011


   Federico Polleri es un tipo para observar con atención y detenimiento. Los dedos de la mano sobran a la hora de contar los dramaturgos oriundos, a pesar de una vigorosa camada de actores, puestas cada vez más audaces, ingeniosas resoluciones estéticas en las categorías de vestuario, luminotecnia, utilización del espacio, hasta musicalización. Polleri se nos descubre como un inteligente (excepcional) diseñador textual, joven y lleno de ideas. En La rosa de cobre la fisonomía de Roberto Arlt le servía en su reflexión sobre el poder conspirativo y la misión del artista; ahora, Mayo transfiere el intento a la Historia, y su originalidad conceptual lo corrobora el más talentoso escritor de su generación.
   Es el 20 de mayo de 1810 y no están las cosas para obsequiarle a la culta población del Puerto de Buenos Aires una versión de Roma salvada, cuyo firmante, el iluminista Voltaire, figura en el index de los prohibidos. El equipo que la pondrá a consideración del respetable duda: está a punto de convocarse un Cabildo Abierto, la corte de Fernando VII se exilió al colapsar la Metrópoli española bajo las tropas napoleónicas, el virrey no representa a nadie. Los personajes son verídicos: los dos grandes divos oficiales, Morante y Culebras, más esperados que nunca, y sus primadonas Juana Campomanes e Isabel. Faltan minutos, el telón se alzará y una simple y retórica pieza épica puede apurar, directamente desatar… la Revolución. En la extraescena, Mariano Moreno (José Luis Britos) tiene críticas a todo, incluyendo la ridiculez del teatro clásico y su función de anestesiar a la gente. Un delegado de bigotazo (Gonzalo Funes, temible con sólo verlo), vestido como un policia de hoy, sugiere (u ordena) a la compañía la suspensión, el cambio de repertorio: “El virrey lo vería con buenos ojos”. El miedo asalta a los actores. Los cuatro divergen. “Somos seres poéticos, no políticos” se ataja Isabel (Carla Rossi). Morante (Polleri) cree que es responsabilidad del director, misteriosamente demorado. Culebras (Pablo Guzzo), el cómico, sólo mete la pata, y Juana (Belén Manetta), debe defenderse de la acusación sobre su vida sexual, la cual, seguro, escandaliza a los conservadores caballeros de levita y a las damas de peinetón.
   Moreno no está sólo, el chispero Domingo French (Alejandro Arcuri), contundente, se pone del lado del estreno y jura que los patriotas, antes aún de declararse tales, se sentarán en primera fila. Queda poco tiempo o ninguno. Apuntes colaterales, el futuro que les espera a los héroes: desterrados, muertos, desposeídos. Moreno es ya la víctima en altamar y Guadalupe Cuenca, su esposa (de nuevo Rossi), le escribirá cartas durante décadas sin conocer su propia viudez. Un narrador de sobria ironía (la pregnancia e impostación de Esteban Padín), administra los vacíos, comenta los hechos, abre y cierra. Portavoz, a medias entre el receptor y el autor, viene del futuro, del Bicentenario.
    El tema, claro, es el compromiso del artista, el instante supremo, ineludible, en que debe abandonar su presunta neutralidad aséptica y jugarse cuando a los tibios los vomita Dios. Allí, el theatrum mundi y el metalenguaje, la obra haciéndose junto a la Historia por hacerse, la tragedia en ciernes de un país que aún no nació y ya contabiliza sus primeros perdedores.
    La mise respira un aire de época, con un quinqué en manos del Narrador y las macilentas bujías que recorren el proscenio del Coliseo Provisional de Comedias fingido, donde Roma Salvada querrá decir Buenos Aires Libre. La indumentaria –otro menú antológico de la especialista Mónica Arrech--, deliberadamente ambiguo, redondea el conjunto. ¿Habrá dicho Morante, envuelto en la túnica de Cicerón, sus retumbantes palabras? ¿Hubo o no un duelo anticipatorio, entre realistas y emancipadores, al discutirlas desde el paraíso? Polleri, Arcuri y el plantel llamado La Rosa de Cobre nos reservan la incógnita en otra vuelta de tuerca hábil. El programa, lacrado como una carta de 1810, trascribe lo que realmente sucedió por boca de un testigo presencial. “¡De tu sepulcro al pie, patria, despierta!     ¡Designad al más digno y yo lo sigo!” La trama solapa planteamientos que involucran el destino de los seres poéticos y también de sus escuchas. ¿Quién nos representa, arriba y abajo del tablado? ¿Cuándo termina la anécdota y empieza la lucha? ¿Cómo actuar sin máscaras mientras otros desenmascaran?
Mayo es quizás la obra marplatense más interesante de la temporada 2011 y, en tanto dramaturgia y realización local integral, una de las que hará Historia. En varios sentidos.


*Gabriel Cabrejas es crítico teatral e integrante del Grupo de Investigaciones Estéticas (G.I.E - Universidad Nacional de Mar del Plata) y G.E.T.E.A (U.B.A - Ciudad Autónoma de Buenos Aires -)


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Nota sobre "Mayo. La historia dentro de un teatro"

“Mayo”, entretelones de la revolución inconclusa

por Juan Carrá*

    La historia siempre tiene, al menos, dos lecturas: la que trasciende para convertirse en bronce y aquella que queda socavada por el recorte de los vencedores. De esta última, miles son los protagonistas. Miles que suelen ser olvidados o que, incluso, ellos mismos no supieron que fueron parte. La acción o la omisión nos posicionan siempre.
    Este dilema es el que atraviesa un grupo de actores en los días previos a la Revolución de Mayo de 1810. A punto de estrenar “Roma salvada”, del iluminista Voltaire, el elenco estable del Coliseo Provisional de Comedias se ve en una encrucijada: obedecer los designios del Virrey y sacar de tablas la obra “subversiva”; o desafiar el orden establecido y continuar con el estreno.
   Dentro del elenco los actores se debaten entre esta dicotomía. Algunos, convencidos aceptan el rol social que les toca interpretar en los tiempos convulsionados y proponen continuar. Otros, ganados por el miedo, se definen como “actores” y prefieren quedarse al margen, como si eso fuera posible. En ese contexto, Mariano Moreno y Domingo French respaldarán a los actores ante los embates represivos de los esbirros de la corona.
    Este es el nudo dramático que ponen en escena los miembros del grupo “La Rosa de Cobre” cada viernes, a las 22, en el Centro Cultural América Libre. Con textos de Federico Polleri y dirección de Alejandro Arcuri y Esteban Padín, el grupo que supo conmover al público con la obra “La rosa de cobre, el secuestro de Roberto Arlt”, vuelve a provocar a la sociedad con “Mayo, la historia de un teatro”.
   Pero el debate en cuestión trasciende la historia planteada para interpelar a los actores de hoy y, sobre todo, llamar la atención sobre cuál es el rol histórico de aquellos que deciden subirse a un escenario.
   Con una puesta que no necesita de una escenografía descomunal, Arcuri y Padín logran crear un clima inmejorable para colocar al espectador en el asfixiante clima de revolución. La iluminación juega un rol determinante en esto. Por momentos, los actores se valen sólo de velas para, en un ejercicio corporal milimétrico, iluminar porciones de los rostros o los cuerpos, en un juego sutil de luces y sombras que configuran una tensión dramática exquisita.
   También el juego de temporalidades poco rígidas permite poner en escena porciones de historia que terminan sintetizándose en un mensaje contundente, ornamentado con humor inteligente y fidelidad discursiva.
   Párrafo aparte merece el trabajo de los ocho actores en escena. Federico Polleri, Belén Manetta, Carla Rossi, Pablo Guzzo, Gonzalo Funes, José Luis Britos, Alejandro Arcuri y Esteban Padín, todos ellos hijos del teatro independiente, se brindan sobre el escenario para conmover al público. Pero, además, demuestran un profesionalismo que coloca a la obra en un lugar de privilegio.
   Actores que se aferran a un concepto popular del arte, ponen en escena una obra que deja a los espectadores reflexionando sobre qué rol cumple cada uno de nosotros en la historia que nos toca vivir. En tiempos de frivolidades inconmensurables, “Mayo…” propone reflexionar sobre el teatro y sobre la historia.

*Juan Carrá es periodista del diario El Atlántico. La nota fue publicada el 21 de enero de 2011.

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Crítica sobre "La rosa de Cobre (el secuestro de Roberto Arlt)"
La opresión del oprimido

01/02/2009
por Adriana Derosa*

“La rosa de cobre” es una curiosa joya, y no estoy haciendo un juego de palabras. Sobre un texto sumamente ocurrente, se presenta en el centro cultural América Libre. Un juego de espejos que fascina y hasta aturde al espectador. El mundo es un circo que se viene abajo.

Hoy me toca descender las escaleras del teatro, y esa acción pautada para encastrar los espectadores en un espacio limitado, me permite cambiar de circunstancias. Una vez que hube llagado abajo, mis parámetros de espacio y tiempo ya estaban visiblemente alterados, y la obra aún no había comenzado.
Una rápida mirada me había mostrado que estaba en un sótano, y me sabía a punto de ver una obra sobre un secuestro. Por eso, mi cerebro me jugaba las malas pasadas de siempre: el socavón, el estar bajo la tierra, el depender de una luz mortecina para saber quién está delante de mí, el desplante de una escena que ya se me anuncia como angustiante. Estoy sepultada, como los personajes de Roberto Arlt. Y se me oye pensar.
El clima es el del encierro, y preveo entonces un sitio de salida rápida. Pero un secuestrado no sale ileso de aquí ni de ninguna parte. Menos si ha nacido de la pluma del escritor argentino. Nunca hay salida, y menos en la versión fácil.
Por fin, un hombre unido a una silla que pulsa las teclas de una máquina de escribir porque está compelido a hacerlo. Porque la obra relata un hipotético secuestro que podría haber sufrido Arlt en los años 20, cuando ya era el conocido periodista que escribía las Aguafuertes Porteñas. El objetivo del grupo de marginales que lo sostienen es solamente uno, y demora en develarse. Pero se vislumbra a todas luces como una locura, como un aparente dislate salido de la conciencia misma del escritor. Del que pensó una Argentina como finalmente siempre sería: la tierra en la que un grupo de desdichados busca la panacea que los quite de la desolación y el aburrimiento de esa existencia sin sentido, sólo interrumpida por los arrebatos de la tristeza.
Decir “marginales” en el universo arltiano dista mucho del término en su compleja carga actual, pero a su vez la prefigura. Porque sus marginales son arrojados de la vida misma, no del sistema económico expulsivo de hoy. Los personajes de Arlt son seres diseñados a pluma que buscan desesperadamente una arruga en la superficie del mundo que les permita asirse, sostenerse en pie, y encontrar un motivo para no sacudirse un tiro en la cabeza, cosa que harían si encontraran suficientes agallas. Son canallas, pero en el pleno sentido de la palabra, seres de moral relativa, humillantes humillados sin retorno visible.
La visión
La situación del secuestro transita un borde permanente entre la realidad y la ensoñación, que no es casual. El permanente homenaje al expresionismo lleva a los hacedores a recurrir las estrategias escénicas que escapan de la verosimilitud y el realismo. Definitivamente plantan al espectador en esta nueva realidad: estamos en el teatro, esto es ficción y tiene sus reglas.
Dentro de la estética expresionista, Bertolt Brecht fue quizá el teórico más interesante, y en su trayectoria de variadas etapas tuvo como punto de pivote fundamental la idea de construir una escena que destacara el carácter ficcional de la obra teatral para que el espectador no diera únicamente una respuesta emocional -como sucede en el realismo- sino que estuviera obligado a pensar, y por lo tanto el arte cumpliera su función de sacudir conciencias.
Siguiendo este impulso, los actores de “La rosa de cobre” construyen personajes cargados de pincelada desorbitadas, que no sólo refieren al universo posible de Arlt, no sólo concretan individuos escapados de la biblioteca del argentinísimo escritor, sino además de una conciencia que busca señalar el teatro con el dedo y decir a boca de jarro “esto es arte y no esta sucediendo”. Al menos no lo parece.
Los personajes refieren los apartes en un tono folletinesco lo suficientemente aggiornado como para recordar hasta el cómic, y arrancan del espectador la risa del grotesco: es decir que los permanentes guiños subrayan con humor los arranques esquizoides de una realidad incomprensible, donde la lógica ha pasado a ser un gesto del recuerdo. Se trata de una parodia distanciada de un secuestro, donde lo último que importa es el rescate. Los sonidos del ambiente se crean a la vista del espectador, y los personajes entran y salen de escena cruzando una línea virtual.
No hay sucesión temporal que haga que uno se acomode en la silla a esperar pasivamente la narración. La anécdota está siendo referida en todas sus alternativas posibles de manera simultánea y es el observador quien trabaja para componerla.
Puedo prometer que la obra, ajustada y solvente, deslumbrará por su denodada entrega a su proyecto artístico: cada gesto y cada detalle han sido tan cuidados como una filigrana. “La rosa de cobre” es un trabajo delicado, pero dicho esto desde el punto de vista de la pluma fina que se requiere para diseñar la tragedia de la existencia humana, inexplicable, vista como un sinsentido que sin embargo puede ser gozado estéticamente.
La dirección de Manuel Santos Iñurreta vuelve a sorprender por la cantidad de elementos en juego en una puesta que es sencilla y sobria, pero que brilla sin embargo en la utilización de una planta de luces poco convencional, y en una estrategia de juego permanente con los objetos que se semantizan en el desarrollo del texto.
El comediante
Otra vez Esteban Padín destaca con su personaje de El Doctor, que hace las veces de hilo conductor de la trama: es el líder de hecho de los secuestradores, es el poseedor del objetivo, del motor revolucionario del secuestro. Una destreza física envidiable le permite la composición del personaje con la solvencia que otorga la ausencia de fisuras y el compromiso indiscutible al servicio de un conflicto que le es propio en tanto humano. El doctor es caprichoso, despreciativo, autoritario y cruel como los ruines dominadores espirituales del universo arltiano.
Y es cierto que, de haber sucedido el rapto –que es un motivo de Arlt-, él podría haber sacado de aquí cada personaje de su novela “Los siete locos”. No encuentro aquí la oscuridad de El Astrólogo, pero cada vez que El Doctor le dice al secuestrado “Vaya Arlt, vaya”, con su tono de humillante comprensión, sentimos el lenguaje del escritor, la aparente complicidad del depredador contenido.
Verá usted destrezas de actores, un riesgo que le hace bien al arte y hasta el armado de una bomba Molotov en escena, destinada a una revolución que no se cree nadie, producto del aburrimiento profundo de la existencia humana. Dígame que va a ir, no me haga sentir arltianamente inoperante.
Los siete locos
“¿Sabés? La angustia... Un tipo angustiado no sabe lo que hace... Hoy roba un peso, mañana cinco, pasado veinte y cuando se acuerda debe cientos de pesos. Y el hombre piensa. Es poco... y de pronto se encuentra con que han desaparecido quinientos, no, seiscientos pesos con siete centavos. ¿Te das cuenta? Ésa es la gente que hay que salvar..., a los angustiados, a los fraudulentos.
El farmacéutico meditó un instante. Una expresión grave se disolvió en la superficie de su semblante abotagado; luego, calmosamente, agregó:
Tenés razón... el mundo está lleno de turros, de infelices... pero ¿cómo remediarlo? Esto es lo que a mí me preocupa. ¿De qué forma presentarle nuevamente las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?
Pero si la gente lo que necesita es plata... no sagradas verdades.
¬ No, es que eso pasa por el olvido de las Escrituras. Un hombre que lleva en sí las sagradas verdades no lo roba a su patrón, no defrauda a la compañía en que trabaja, no se coloca en situación de ir a la cárcel del hoy al mañana.
Luego se rascó pensativamente la nariz y continuó:
¬ Además, ¿quién no te dice que eso no sea para bien? ¿Quiénes van a hacer la revolución social, si no los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te creés que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos?
De acuerdo, de acuerdo... pero, en tanto llega la revolución social, ¿qué hace ese desdichado? ¿Qué hago yo?
Y Erdosain, tomándolo del brazo a Ergueta, exclamó:
¬ Porque yo estoy a un paso de la cárcel, ¿sabés? He robado seiscientos pesos con siete centavos.
El farmacéutico guiñó lentamente el párpado izquierdo y luego dijo:
No te aflijás. Los tiempos de tribulación de que hablan las Escrituras han llegado. ¿No me he casado ya con la Coja, con la Ramera? ¿No se ha levantado el hijo contra el padre y el padre contra el hijo? La revolución está más cerca de lo que la desean los hombres. ¿No sos vos el fraudulento y el lobo que diezma el rebaño...?”


*Adriana Derosa es crítica teatral. La nota fue publicada en el semanario Noticias & Protagonistas.


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